miércoles, 8 de agosto de 2012

Un pez enredado en la tierra

Pestañas ensombrecen un sol,
mirada asaltante, suplicante, transparente.
Un rayo de luz penetra una pupila,
un viento despeina un flequillo.
Chispas, temblor, un fuego.
Uno solo.
De a dos.
Pero no estás acá.
Un reloj se derrite al borde,
la música se repite y nada dice.
Nada decís.
Tanteo, manoteo, salvame.
Pero no alcanza, no llega.
No hay calor,
me hundo en la nieve,
el río me lleva.
Cuidado, hay piedras,
y hay musgo:
se me enreda en los tobillos.
Descubro que el alma también se derrite.
Y se rompe.
Una mano se estira,
una voz ofrece ayuda.
Acá estoy, para vos.
Pero la boca se mueve como la de un pez.
Algo (siempre) busca.
No hay anzuelo, no hay agua,
no hay más nada.
La arena se amontonó.
El agua se escapó entre los dedos.
El sol no tiene pestañas,
pero hay una mirada.
Mía. Tuya. De quien sea.
Queda un farol encendido cuando amanece.
Corro, me detengo, lloro.
El sol vuelve a salir,
quiere secar las brasas.
Ya no queda nadie.
Ya no queda nada.
El río se hace brillantina
y sigue en su carrera.
Susurra, golpea y escupe.
Yo tengo los pies enredados,
tengo algo derretido,
y alguna otra parte desparramada.
Pedacitos, pegamento, mucho filo.
Y vos no estás acá.
Un viento despeina mi flequillo,
tu olor, ¿de dónde viene?
Te toco, te miro, te beso.
Aceptás, me mirás, yo lloro.
Pero no estás acá.
Duele, despierta, sacude.
Me hace callar.
Yo piso otra vez, hago silencio, sangro.
Tomo aire, me sumerjo, floto.
Me ahogo.
Mi cuerpo flota.

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