Mandarina de despedida
Con olor a mandarina en las manos y con ganas de un último beso se dijeron adiós. Adiós para siempre. Adiós hasta nunca. Se despidieron con un último beso pero nunca pudiéndose sacar el olor a mandarina de las manos. Era lo que los unía, era la fruta favorita de ambos, eran las tardes otoñales bajo el sol pelando cáscara de color naranja. Eran las tardes bajo un árbol, sentados en el césped tragando ese jugo ácido que aparentaba ser tan dulce. Era lo que los unía, y quizás, lo único que poseían. Compartieron mandarinas por un tiempo, hasta que ambos se dieron cuenta del abismo que realmente existía. Y se despidieron entre gajos y semillas, y nunca más comieron mandarina ninguno de los dos. Esa fruta que tanto había significado era ahora el más claro ejemplo del tiempo perdido, de aparentar lo que no se era, de tratar de encajar en lo que nunca se podrá encajar. A partir de ese día cada vez que cualquiera de los dos recordaba una mandarina le recordaba al otro, a las tardes compartiendo mandarinas que tan dulces parecían, pero presentaban un gran trecho, en inmenso abismo entre una y otra. Y ninguno de los dos quiso oler nunca más una mandarina, ni sentirle de nuevo su sabor, ni verla, ni recordarla. Nunca quisieron nada más que tenga que ver con esa fruta porque el peso del tiempo perdido y de un intento que sabían sería en vano, seguía en esas cuatro manos con olor a mandarina. Tx & Ph by VB
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