mirada asaltante,
suplicante, transparente.
Un rayo de luz
penetra una pupila,
un viento despeina
un flequillo.
Chispas, temblor,
un fuego.
Uno solo.
De a dos.
Pero no estás acá.
Un reloj se derrite
al borde,
la música se repite
y nada dice.
Nada decís.
Tanteo, manoteo,
salvame.
Pero no alcanza, no
llega.
No hay calor,
me hundo en la
nieve,
el río me lleva.
Cuidado, hay
piedras,
y hay musgo:
se me enreda en los
tobillos.
Descubro que el
alma también se derrite.
Y se rompe.
Una mano se estira,
una voz ofrece
ayuda.
Acá estoy, para
vos.
Pero la boca se
mueve como la de un pez.
Algo (siempre) busca.
No hay anzuelo, no
hay agua,
no hay más nada.
La arena se
amontonó.
El agua se escapó
entre los dedos.
El sol no tiene
pestañas,
pero hay una
mirada.
Mía. Tuya. De quien
sea.
Queda un farol
encendido cuando amanece.
Corro, me detengo,
lloro.
El sol vuelve a
salir,
quiere secar las
brasas.
Ya no queda nadie.
Ya no queda nada.
El río se hace
brillantina
y sigue en su
carrera.
Susurra, golpea y
escupe.
Yo tengo los pies
enredados,
tengo algo
derretido,
y alguna otra parte
desparramada.
Pedacitos,
pegamento, mucho filo.
Y vos no estás acá.
Un viento despeina
mi flequillo,
tu olor, ¿de dónde
viene?
Te toco, te miro,
te beso.
Aceptás, me mirás,
yo lloro.
Pero no estás acá.
Duele, despierta,
sacude.
Me hace callar.
Yo piso otra vez,
hago silencio, sangro.
Tomo aire, me
sumerjo, floto.
Me ahogo.
Mi cuerpo flota.
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