Afuera un sol que quemaba y el vapor de todos los mundos acumulado se elevaba sobre la ciudad. Yo estaba sentada sobre el caluroso tapizado azul de una silla pegada a otra silla, pegada a otra silla, pegada a otra silla. Esa tela me hacía picar las piernas y todavía estaba un poco acalorada a pesar de la refrigeración de la habitación. Respiraba entrecortadamente, no sabía por qué estaba allí. Cerré los ojos mientras tomaba mucho aire para ventilar mis pulmones. Exhalé con furia y abrí los ojos. Mis manos se tocaban tímidamente, en un enlace de dedos pulgares. Mis rodillas estaban apenas separadas y mis piernas caían paralelas en un perfecto ángulo de noventa grados, mientras mi pierna derecha no lograba quedarse quieta. Pensándolo, la detenía, pero cuando mi cabeza se centraba en otro asunto, mi pierna derecha, con vida propia, volvía a zarandear toda la fila de sillas. No me daba cuenta, pero ese temblequeo se sentía en mi fila de sillas, en el suelo, en la fila de atrás, la del frente, y la del costado. En las paredes y en el escritorio blanco. Creo que hice temblar toda la habitación, porque en ese momento mi padre clavó sus ojos en mí. No eran sus ojos de siempre, era una mirada punzante y amenazadora, pero a la vez podía distinguir algo de lástima detrás de sus pupilas.
Mi padre es un hombre de escaso cabello siempre corto, un cuerpo bastante en forma para su edad, y manos grandes, muy grandes, morenas y fuertes. Mi padre fue siempre un hombre alto, pero al lado del que hablaba con él en ese momento, ya no parecía ser tan alto, sino más bien de estatura regular, casi baja. Susurraban tan cerca uno del otro, que yo no podía identificar las palabras. Veía ese par de labios moverse a rápida velocidad, cada uno en su turno, sentía murmullos, pero se me escapaban las palabras que podían hacer coherencia. Cada tanto me lanzaban una mirada. La mayoría fueron de mi padre, pero a veces ese otro hombre también me clavaba sus negros ojos.
Ese hombre era alto, muy alto, más alto que el hombre más alto que alguna vez se haya parado a mi lado. Completamente pelado, pero de rostro joven. Hombros anchos, piernas largas, pero con un cuerpo que inducía respeto. Vestía una chaqueta blanca larga, que le llegaba hasta las rodillas, de donde salía su pantalón de tela fina, blanco también. De mirada penetrante, boca que no muestra sus dientes y expresión muy seria, susurraba con mi padre y hablaban de mí, de eso estaba segura.
Quise distraerme un poco y lubriqué mi cervical girando treinta grados mi cabeza. Fue entonces que vi sus ojos. Tropecé a medio camino por la luz de sus ojos y la fuerza de esa expresión. Tenía dos focos de neón celestes clavados en mi rostro que, seguramente, imploraba comprensión y compañía. Después de unos segundos mirándonos fijamente, movió suavemente sus bracitos, llegó al suelo con sus dos pies tan pequeños y pasito a pasito se acercó a mi calurosa silla de tapizado azul. Se paró en frente de mi anonadada expresión. Tuve miedo de asustarla, pero sentía que con mis ojos marrones, que seguramente poca gracia tienen, la traía cada vez más cerca. Sus mejillas se movieron dulcemente y sus pequeños labios se transformaron en una sonrisa angelical. Sus rizos rubios enmarcaban tan inmenso espectáculo. Estaba llena de luz y la tenía en frente mío, con no más de un metro de altura sobre el piso.
Estiró su bracito derecho y tocó mi rodilla. Tuve miedo de asustarla con los lastimados que todavía no terminan de cicatrizar, pero pareció no haberlos sentido. Colocó la otra mano sobre la silla del lado y no sé en qué momento la tuve sentada en mis piernas, mirándome fijamente y sonriéndome ampliamente. Colocó su cabeza en mi pecho, mientras esos dorados rulos me hacían cosquillas bajo la nariz. Puso su manito pequeña y gordita dentro de la mía, tan huesuda, de uñas muy cortas y sin anillos. Respiraba. Respiraba sobre mi pecho y con cada suspiro iba ensanchando el mío. Entonces decidí mirar al sitio del que vino y me encontré con ella, una señora de unos treinta y pocos años, cabello de un rubio sucio y ojos claros, pero con una expresión de cansancio y tristeza. Me (nos) miraba con cierta melancolía, quizás nostálgica, como cuando uno mira fotografías de tiempos que ya nunca volverán.
Me sentí en paz con la niña entre mis brazos. Sentí que ella había encontrado su lugar y sentí que tenía mucho por darle, que era alguien como quien buscaba hacía tanto en ese mundo lleno de fantasmas caminando.
Mi padre seguía susurrando conceptos incomprensibles con el hombre alto y pelado, y ahora me miraba con cierto recelo, incomprensión e intriga. Claro, él era un fantasma más en este (mi) mundo.
No sé cuánto tiempo estuvimos así, cada uno en su sitio, y yo con mi nueva vida entre los brazos, que de repente tenía al hombre alto mirándome fijamente, haciéndome con el dedo una seña para que vaya con él. Con toda la dulzura que pude, pero no la suficiente que ella merecía, desperté a la niña de quién sabe qué hermoso sueño y me acerqué al señor de blanco. Sí que era alto, ahora que lo tenía a mi lado. Abrió una puerta que no hizo ni un pequeño ruido y me hizo señas para que ingrese a esa otra habitación. Miré de reojo a mi padre, con cierta expresión de desprecio y decepción, y clavé mis ojos en señal de «hasta pronto» sobre aquellos neones celestes. Me sonrió y pude escuchar en mi cabeza «será mejor que esto».
Entré a la nueva habitación, y mientras mis ojos se acostumbraban a la luz blanca de los tubos fluorescentes, escuché la voz del hombre de blanco. Me preguntó mis datos personales sin anotarlos en ningún lado, como si estuviese corroborando algo. Me preguntó por mis gustos y actividades que realizo, fingiendo interés. Y claro, a quién le pueden importar mis actividades. Respondí todo mirando al suelo o a las paredes. Por suerte no tuve la necesidad de mirar esos tan negros ojos fijamente. Estaba segura que iban a perforarme de alguna forma. Caminó a lo largo de un pasillo y yo lo seguí. Entonces se paró a una puerta grande, muy grande, impenetrable por nada, ni siquiera por fantasmas. Me preguntó si estaba lista, y sin saber todavía para qué se suponía que debía estar lista, respondí con un movimiento de cabeza que sí. Abrió la puerta.
Ingresé mirando el suelo blanco, sentí la puerta cerrarse, y vi esos grandes pies a mi lado. Colocó su mano en mi hombro queriendo fingir amistad o protección, y elevé lentamente mi cabeza. Era una habitación gigante. Inmensa. Todas las paredes blancas, el suelo blanco y el techo blanco. Había mucha gente adentro. Todos niños o adolescentes, varones y mujeres, cada uno inmerso en su actividad, y sólo unos pocos me miraban curiosos. Esos con los que pude cruzar mirada tenían algo en su expresión. Algo que me atraía. No sabía bien qué era, pero hasta los que no tenían ojos claros tenían ese cierto brillo que me mantenía mirándolos. Esa misma expresión de la nena de la sala de espera, que quince minutos después de mi ingreso, iluminó la habitación entera.
La habitación estaba llena de juegos, juguetes y colores en las ropas de los chicos. Se sentían ciertas voces, en una acústica ideal. También se escuchaba el silencio, ese que siempre busqué entre los altos edificios y nunca pude encontrar. Había infinitas sonrisas y cada pupila iluminaba el lugar. Rostros amistosos y expresiones llenas de paz. Música que danzaba por los aires ingresando en algunas cabezas y esquivando otras. También había hombres muy altos, pelados, de ojos negros y ropas blancas que caminaban entre tantos colores. Molestaban un poco y rompían con tanta armonía, pero después de un tiempo empezaron a ser manchas. Simples manchas a las que no les di importancia. Caminaban entre nosotros. Eran los fantasmas de la habitación blanca. Pero eran tan pocos aquí dentro... y tantos allá afuera.
Me hice un montón de amigos, conocí un montón de colores y de juegos nuevos. Dibujo mejor que el mejor dibujante que haya allá afuera, y ahora empecé a escribir. Me gusta escribir. Escribo de todo lo que veo en esta habitación, que son las piezas favoritas de mi padre (dentro del poco interés que demuestra) cuando viene a visitarme (que es cada vez menos). Escribo de las cosas que había allá afuera, entre los edificios, y a mi padre siempre le enojan estas piezas. Cuando escribo de todo lo que veo dentro de mi cabeza, de mi corazón, de mi pecho, o de lo que fuera que me muestra todas estas cosas, ésas, mi padre nunca las entiende y a veces me dice que estoy loca, pero me doy cuenta que se arrepiente cada vez que la palabra «loca» se escapa de sus labios.
A mi madre no la volví a ver... bueno, no la veía muy seguido aún estando afuera de esta blanca habitación. Vivía en otra casa. Mi abuelo vino unas tres o cuatro veces, y ahora hace mucho que no viene. Lo extraño. Supongo que mi hermanita ya estará lo suficientemente grande como para usar mis muñecas y no romperlas, y estoy casi segura que usa mi juego de cocina, ese que era mi favorito. Dejé todos mis juguetes allá, para ella. Yo acá tengo muchos y es más divertido compartirlos con todos estos chicos.
Hace mucho tiempo que no veo fantasmas caminando, y que no escucho gritos o peleas. No hay televisores. No hay padres, ni hermanos mayores. Somos todos amigos. Dibujo, pinto y escribo. Leo en voz alta y recito. Los hombres altos se sorprenden que siempre les esté pidiendo más libros, de autores que ni ellos conocen. Juego y tomo mucho juego de naranja, mi favorito. Extraño el perfume que mi padre me ponía para salir. Como mucho chocolate y nadie me reta, ni me hace mal, como decían allá afuera. Juego a la pilladita y a las escondidas. Me acuerdo de los automóviles, pero prefiero caminar con mis pies. Hace mucho que no veo los árboles, pero desde la ventana gigante que tenemos en el techo, me siento un rato cada día a ver el sol y las nubes, y un rato cada noche a ver la luna y las estrellas, y si tengo suerte, una estrella fugaz que me dice que afuera las cosas siguen igual, mientras que acá adentro crezco y soy feliz.
2 comentarios:
tremendoo chee estooo..me ree impactóo..y si en algo tiene q ver tus cosas...a mi si q me interesa tus actividades hee..no lo dudes amigaa.. te kieroo muy bueno el cuentoo!!
Me agrado bastante, hay algo sobre tus palabras que me movieron muchos sentimientos, fue por mero erro que encontre tu blog, pero ahora ya soy seguidor.
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