Pero sucede que a veces las piedritas se me desordenan. Nunca
sé si es que la gente las ve, se tienta y las toca, si es el viento que dejo
entrar fuerte por la ventana, o si soy yo la que a veces, por caminar un poco
distraída les doy un codazo. El caso es que tengo cinco piedritas que cuido y
ordeno, que me miran y ordenan.
Hay dos más grandes que el resto: una es azul y brillosa
como el mar, y la otra es verde como el césped y las montañas. Después sigue
una naranja que siempre me hizo acordar al sol y a los amaneceres. La cuarta es
roja como la sangre, como el caos y la fuerza. La más chiquita es gris, el mismo
gris de los miedos y de los días en que llueve y hace frío y parece que nunca
va a parar.
Son cinco piedritas mágicas que tengo, miro y les invento
historias desde que soy pequeña. Son las que a veces se mueven para cambiarme
un poco el orden y la rutina. Yo me quejo, lloro un poco (a veces bastante) y
mientras trato de ordenar mis piedras, mis mares y mis miedos, voy aprendiendo,
voy creciendo y haciéndome fuerte. Cuando puedo ver las cosas de nuevo como me
gusta verlas, cuando la mañana es la mejor hora y la gente empieza a emitir
luz, es cuando me doy cuenta que es hora de volver cada piedrita a su lugar,
cada color donde tiene que estar. Y así vuelven las luces y los colores, la paz
y el orden. La vida vuelve a cantarme al oído con alguna voz que encuentra en
el camino, y mi guarida vuelve a mecerme al ritmo de alguna brisa pasajera.
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