Insiste que no, que no es así… pero en sus ojos hay un mundo entero (y hasta tal vez dos o tres). Son ese par de ojos tristes en los que esconde un puñado de sonrisas que le cuesta regalar, pero que yo las sé encontrar escondidas en el borde más claro de su iris. Sonrisas exquisitas, contagiosas, tímidas.
Ojos que dejan sobre la mesita de luz toda su tristeza cada vez que ríen. Ojos que brillan más que el cielo cuando el sol los busca. Se hacen chiquititos con tanta luz, pero se dejan calentar con cada rayito. Ojos tímidos, escondidizos, que a veces suelen aparecerse detrás de algún escudo protector. Ojitos atentos, curiosos, exploradores. De esos que te observan en silencio desde algún rincón en la sombra. De esos que te miran de reojo buscando algo, siempre tratando de descubrir más. Esos que sabés que no se pierden nada, y por suerte es así.
Un par de ojos en los que navegan barcos, de los grandes y de los chiquitos, de los cruceros y de los de papel. Donde la marea sube y baja con la luna, donde prefieren el frío de la noche, y donde se miran las estrellas. Ojos que se cierran lentamente, que vuelven a abrirse libres y que te besan con sus pestañas. Y también te soplan algunas palabras. Te abrazan, te dejan ver el alma, te abren la puerta para que pases, para que te sientas a gusto, para que vos también rías.
Son un par de ojos tristes que a veces gritan hasta quedar sin voz, y otras sólo guiñan en aprobación. Prefieren no decir mucho, pero siempre se les rebalsa algún gesto de ternura. Se entrecierran en complicidad y se agitan cuando hay fiesta bailando junto a ellos. Se llenan de globos de colores, se llueven y se tiñen de arcoíris. Explotan en silencio, abrazan y enseñan a volar.
Son un par de ojos tristes que se aprende a descifrar, que susurran un nombre sin decirlo, que te envuelven y ya no sabés ni podés escapar.