Leí mi número, y mientras me concentraba en no perder el
equilibro, me senté en uno de los pocos lugares que quedaban libres: el del
pasillo, al lado del canoso con el pelo graso. Me acomodé y la vi subir.
‘Mínimo’, dijo simpática, para ahorrarse el ‘buen día’ seguramente. Agarró su
boleto y caminó por el mismo pasillo de
piso de goma. Yo, ya sabiendo del número que le había tocado, reí. Ella miró su
boleto y rió. Me miró y nos reímos, ambas con casi el mismo papelito amarillo
en nuestras manos. Sí, yo pedí mínimo justo antes que vos. Sí, el capicúa era
mío si te subías dos pasos antes. Ella levantó la vista buscando otro asiento
libre, todavía con la sonrisa en su rostro. Siguió decidida y se sentó dos
filas detrás de mí, al lado del flaco que iba leyendo Hesse.
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