La anciana se levanta a las cinco porque el sueño simplemente desaparece, como desapareció alguna vez su hijo mayor con esa muchacha del barrio y se fueron lejos de un día para el otro. Con sus dedos temblorosos y arrugados abre la cajita que abre todas las mañanas, saca una pastilla y la deposita en su lengua. Se prepara un café con leche y unas tostadas, y se da cuenta que cada día le cuesta más trabajo desarmar las tostadas con sus dientes que ya perdieron toda fuerza. El café con leche la hace entrar en calor y tomar coraje mientras la noticia de que una bomba cayó en Irak se apodera del televisor.
Se sienta frente al retrato de su marido y lo contempla. Reza un rosario como para no perder la costumbre. Piensa en el pasado, lo ama, lo extraña. Doce años ya… cuánto tiempo. Luego llena el plato del gato que le brinda compañía y la mantiene segura. El mismo cuerpo peludo y ronroneante que a las seis de la tarde se posa sobre su falda y disfruta de las caricias.
La anciana abre las ventanas, humedece el trapo gris, e inclinándose hacia abajo para ponerlo en el estropajo siente el dolor de espalda que la hace sufrir cuando se agacha. El trapo va y viene, recorre todos los rincones de la casa y se lleva consigo toda la tierra, todo el polvo que los recuerdos tormentosos dejan cada día. Con otro trapo recorre mesas, muebles, baño. Luego enjuaga ambos con una generosa cantidad de agua y detergente, eliminando hasta lo más profundo todo recuerdo hiriente que queda dentro de su ser.
Se coloca los zapatos negros, el batón a medio uso, abre la puerta de la calle y se asegura de cerrarla con la traba al salir. Camina dos cuadras y se da cuenta que la rodilla comienza a dolerle cada vez más cerca del lugar de partida. Saluda a Don Mario, el dueño del almacén, carga en un par de bolsas medio pollo, medio kilo de papas y media docena de bananas. Paga con los pocos billetes que carga y emprende el regreso a su hogar.
Antes de llegar se encuentra con su vecina, a quien cariñosamente le da un “buenos días”. Destraba la puerta, entra y comienza a cocinar. Mientras almuerza, la televisión anuncia un robo a un banco cercano, un motín escandaloso en Salta, una persecución policíaca en el medio del Gran Buenos Aires. Mientras lava los platos escucha de un incendio forestal que lleva tres días ardiendo en los Estados Unidos.
Se sienta en su sillón-hamaca con una aguja debajo de cada brazo y un ovillo celeste al que el peludo felino observa con un fuerte deseo, pero ya sabe que no debe tocar. Piensa a quién le regalará el saquito que está tejiendo. Decide dárselo a algún niño del Hogar que hay cerca de su casa y piensa si será aquel niño tan valiente como su esposo. Qué bien que le vendría al mundo un hombre como fue aquél valiente soldado que no ve desde hace doce años. Enciende la radio, pero para escuchar que un hombre y su hijo se ahogan pescando. La apaga. La novela que ve todos los días ya casi empieza. La mira con atención y luego sigue con el tejido mientras un ojo comienza a lagrimearle por el esfuerzo y la interrumpe el teléfono. Un lejano familiar al que no frecuenta desde hace ya muchos años, ha fallecido. Simplemente decide no asistir al último adiós para no llamar a tantos recuerdos oscuros e hirientes que la atormentan desde detrás de cada lápida.
Riega las plantas, merienda otro café con leche, ahora con galletitas de agua, mientras la televisión por fin anuncia una buena noticia: ese actor que estaba internado ya volvió a su casa y se encuentra en perfecto estado de salud. Mira el reloj, son casi las seis de la tarde. Hierve un poco de agua, la coloca en un termo viejo que casi no mantiene el calor, yerba, azúcar, abre la puerta, saca la silla, se sienta y mira a la gente pasar mientras toma mate. Se olvida de la época en la que vive; piensa que todavía es seguro estar sola en la calle, con la puerta de la casa abierta. De tarde se olvida de todo peligro. El felino no tarda mucho en subirse a su falda y empezar a ronronear. Ella se sienta a observar a la gente, a los autos, a las casas. Cada día un edificio nuevo construyendo una ciudad muy alta y dejando su casa vieja, despintada y descascarada cada vez más abajo. Cada día la gente camina más apurada. Y los que manejan lujosos automóviles cada vez van más rápido, con autos más nuevos, y calles más transitadas. Un perro al que se le ve el dolor y el hambre en las costillas pasa por delante de ella y no nota la presencia del felino. Luego pasa uno bien alimentado, con un colgante con su nombre y una correa hasta un hombre que usa las zapatillas que aparecen en la tele durante los cortes del noticiero. Gente que va, gente que viene, pasan, algunos saludan, otros no. Mucho para observar. La anciana no se aburre de ver lo mismo todos los días. Absorbe a bocanadas los últimos rayos de sol y trata de evitar los recuerdos dolorosos mientras la noche se acerca. Prefiere ver a la gente pasar por la calle y no el rayo de sol que se filtra por la ventana del comedor exactamente de la misma forma que se filtró doce años atrás, esa tarde que no quiere recordar. Prefiere ver al sol esconderse tras los edificios y no sentir el peso del atardecer desde adentro de la casa. Prefiere escuchar a la ciudad respirar y no las noticias de la televisión. Las tardes en la casa la deprimen, los recuerdos la atormentan. Entonces espera que el sol se despida por completo y recién ingresa de nuevo.
Se da un baño, se pone el camisón y lee la revista que enseña nuevos puntos de tejido. Los pondrá en práctica al día siguiente, cuando tenga que esperar que empiece la novela. Llena el plato del gato y recalienta el pollo con puré de papas. Cena y contempla el portarretrato de sus dos hijos, cada uno viviendo en un país distinto. Y se acuesta luego de tomar otra pastilla para, al día siguiente, seguir la rutina e intentar escaparse de los recuerdos dolorosos, sentándose en la vereda a las seis de la tarde, con su única compañía sobre la falda.
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