De una pequeña abertura salían partículas de un rojo oscuro con mucha furia y se iban apilando una, otra, cada vez eran más; y formaron una gota de sangre. Cuando tuvo peso suficiente, ésta comenzó a rodar desde su hombro. Lentamente fue bajando, sin prisa ni apuro, descendía a su ritmo. Descendía por aquel brazo moreno y venoso, por aquellos músculos ocultos y sin fuerza, que nunca buscaron pelea. La gota rodaba y a su paso le hacía cosquillas. La sentía dentro de él, sentía las cosquillas como un profundo dolor. En el hombro no, en su corazón, en su mente, en su honor. La gota de sangre que había recorrido su cuerpo y tan bien lo conocía, se encontraba en la palma de su mano. Quiso limpiársela en el jean sucio y rotoso, pero no lo hizo. Esperó unos segundos más y dejó que aquella gota roja atraviese su dedo mayor y caiga, ayudada por la fuerza de gravedad, sin que nada la detenga, al suelo frío, seco y vacío. Dando vueltas en el aire y despidiéndose de su dueño con cierta nostalgia, la gota de sangre chocó con el mundo y se desparramó sin forma alguna, quedando así como un cadáver que pasa desapercibido. Se llevó consigo el dolor, la humillación, el honor y el pedacito de niño que quedaba todavía dentro de aquel cuerpo huesudo. Detrás de ella venían muchas gotas más siguiendo el mismo camino y listas para tener el mismo destino. Pero ya nada importó. Ninguna fue tan fuerte, profunda y dolorosa como aquella primera e injusta gota de sangre.
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