Voy a confesarte algo. No tengo mariposas en el estómago, y mucho menos en el pecho. No me revolotean mariposas cuando me enamoro. No aletean con fuerza, no.
En cambio, yo tengo luciérnagas. Tengo un montón de luciérnagas tímidas y atentas. Descansan llenas de paz todas apagadas tomadas de la mano. Pero apenas sienten tu voz se encienden con emoción. Algunas saben reconocerte desde lejos. Te huelen, te presienten y ya me van avisando que venís. Que llegás. Que me estás a punto de abrazar. Y cuando tu pecho y el mío se unen no te puedo explicar la fiesta que se me arma dentro. Aleteos por todos lados, cabezas que se chocan contra las paredes, luces tintineando aquí y allá a toda velocidad. No se quedan quietas. Sólo saben hacerme cosquillas en todos los rincones cada vez que te sienten.
Lo admito, cuando están apagadas no son tan hermosas como las mariposas de alas azules o naranjas que muchos llevan dentro. Sé que pueden impresionar un poco más, y muchos las rechazarán y negarán, pero el espectáculo que logran es digno de ser observado sin parpadear. Intento, claro que lo intento, pero nunca fui muy buena con eso de mantener los ojos abiertos por más de unos pocos segundos.
Se encienden cada vez que sale el sol y también con el ruido de las lluvias fuertes. Con las colchas pesadas y con el olor a tierra mojada. Les gusta mucho el chocolate que se desarma en la boca, los hombres con sobretodo, los paraguas de colores y la gente que sonríe mientras camina. Mis luciérnagas se emocionan cada vez que ven gente abrazarse, niños jugando a las escondidas y colectiveros que dicen buen día. Se despiertan cuando ven mujeres que van al trabajo en bicicleta, árboles teñidos de rojo, volantines en el cielo, y nietos que llevan del brazo a sus abuelas.
Estas brillosas criaturas que llevo dentro, a veces se emocionan tanto que hasta me hacen sonrojar. Las siento aletear, me encienden completa y sé que no puedo ocultarlo. A veces hasta pienso que cualquier día de éstos una puede escapárseme por la boca.
Es divertido cuando hay algunas despiertas mientras hablo con alguien. Están atentas y gustosas de lo que escuchan, vuelan tranquilas intermitentes. Y a veces alcanza con una sola palabra de mi interlocutor para que el resto despierte y hagan más barullo.
También me gusta cada vez que leo palabras que se van amoldando y encajando cual piezas de Lego de los colores más hermosos. Letras que forman caminos dentro de mí por donde mis luciérnagas empiezan a pasearse. A veces las palabras se convierten en laberintos, y otras en espirales o toboganes, y no puedo explicarte el alboroto que me alcanza en esas ocasiones. Todas aletean enérgicas, queriendo robarse alguna de esas palabras, queriendo salirse de mi cuerpo y traerse hacia adentro alguna frasecita. Y te digo, que a veces lo logran. Quedan susurrándome letras ajenas por un buen tiempo. Si supieras todo lo que guardan aquí dentro.
Y sí, a mí se me encienden luciérnagas. Se me encienden lucecitas que abren sus alitas y vuelan. Y cuando te vas, quedan haciéndome compañía. Con lo que dejás y con lo que te llevás. Me susurran y me dan calorcito.
Algún día… algún día te las voy a mostrar. Y hasta tal vez… algún día te regale una.