En algún momento entre lo que calculo que habrán sido las 8:20 y las 8:45 de la noche me puse un pantalón largo, me agregué un buzo a lo que tenía puesto y bajé en el ascensor del edificio. Una multitud al frente, en algo así como un “recital”: había unas 4 o 5 personas con instrumentos, parados sobre maderas apoyadas en caballetes. Parecía la mesa del aula de arte. Así, igualita, con caballetes un poco más altos. Ni una bandera de la banda como para decirme quiénes eran, ni dijeron su nombre… música ruidosa, que no me gustó (quizás haya sido por mi falta de ganas de distraerme con ellos) y encima, ninguno de los integrantes de la banda se destacaba por su belleza o algo que se le asemeje. No cuesta nada conseguir un poco de tela negra para tapar los caballetes y que parezca un escenario algo “decente”, ¿no? Seguí de largo habiendo calmado mi duda acerca si eran famosos o si valdría la pena escucharlos.
La arena comenzó a tocar mis pies por los costados de las ojotas y cuando no había nada que pueda herirme, ni piedritas, ni palitos en la arena, ni gente, ni ruido de una banda molesta, me saqué mis ojotas, pisé con total libertad y gocé esa arena casi blanca, fría por la ausencia del sol desde hacía unos largos minutos. Arena pura, limpia, a pesar de que la gente se acababa de terminar de retirar de la playa. Caminé un rato por esa superficie movediza, pura, liberadora y escogí al azar un sitio donde sentarme. Y ahí estaba Vale, con nada, pero a la vez con tanto. Con todo lo que quería, lo único que buscaba. Silencio, paz, pensamientos, sentimientos, una mente que se dejaba llevar por las olas, que se movía en dirección del viento, volaba junto con las gaviotas, se enterraba en al arena, removía cada granito y veía una débil luz naranja que todavía provenía del sol. Ella sentada en la arena acompañada por nadie ni nada más que un par de ojotas blancas, una cámara de fotos, y todo un paraíso para ella sola.
Al principio sentí que invadía el hogar de alguien… sentí que las gaviotas se volaban a medida que yo me acercaba, las estaba molestando. No lo sentí. Lo vi. Lo viví. Así fue. Una vez sentada pude contemplar cómo de a poco los menudos animalitos se iban dando cuenta que no era como las miles de personas que invaden su playa todos los días, que no quería hacerles daño, que sólo quería observar la perfección de su vuelo, su timidez al picotear en la arena en busca de algún resto comestible, su increíble equilibrio en dos patas tan flacas y débiles. Esa playa es de ellas. Completamente de ellas. Era de ellas antes que los humanos empecemos a invadirlos encontrando nuevos paraísos donde vacacionar, es de ellas en invierno, cuando nadie las molesta. Sólo ellas aguantan el frío del invierno en el mar. Nosotros sólo vamos cuando nos conviene, cuando el frío no nos carcome, cuando el sol nos deja morenitos, se llena de vendedores de todos los rubros y todos nuestros amigos van a intercambiar palabras sin sentido que seguramente no aportan nada a la existencia de nadie. La playa es de ellas y no es justo que las espantemos, que las echemos de día, que no las dejemos disfrutar lo lindo y sólo les quede la noche fría y ventosa para ellas, las reinas de toda la playa. Los seres humanos somos crueles. Sabemos que las gaviotas nos temen y las invadimos, les robamos el hogar. Entonces a ellas no les queda más remedio que salir de su casa y volver cuando no hay más intrusos. Y contemplé la perfección del vuelo de una gaviota, la timidez con la que picotean en la arena buscando algún resto comestible, el increíble equilibrio en dos patas flacas y débiles.
Una suave brisa movía los granitos de arena a mis pies y como éstos se iban acomodando a voluntad del viento, mis ideas también se movían y se acomodaban. Después de tantas páginas de un libro un poco perturbador y temiendo que pueda alterar algo en mí, busqué la tranquilidad, mi cabeza, mi persona. Una pareja felizmente enamorada pasó delante de mí y ambos me miraron con la cara que supuse que me miraría cualquiera que pasara. Estoy segura que lo que pasó por sus cabezas en ese momento fueron cosas como “Mirá esa loca, ahí sola” “¿Se habrá peleado del novio y viene a recordar momentos sola a la playa?” “¿Qué hará ésta acá?” y si alguno de los dos alguna vez sintió algo relacionado con el arte, del tipo que fuere, quizás haya pensado “Seguramente escribe, o pinta, o algo así y viene a buscar algo de inspiración”. Descubrí qué cierto que esto podía ser. Estando allí sentada, frases de todo tipo y tema afloraban en mi cabeza, salían de la nada. Frases muy elaboradas, dignas de ser anotadas rápidamente para no olvidarlas y luego basar tantas escrituras en ellas… Pero no tenía nada en qué anotar. Salí desnuda de tecnología como para tener el celular cerca, y sin mochila o bolso donde cargar el anotador y la lapicera que siempre me acompañan a todos lados. ¡Qué lindo lugar para buscar (y encontrar) un poco de inspiración! Volviendo a la pareja… Pasaron frente a mí y decidí no mirarlos como para no ponerlos incómodos. Que miren a la loca sola sentada en la arena con toda tranquilidad y piensen lo que quieran. Yo sabía perfectamente por qué estaba ahí, no me arrepentía, y quizás hasta esté un poco loca… ¿Quién sabe? Sé que me miraron. Lo sentí. Me miraron mucho, una y otra vez y caminaron agarrados de la mano y murmurando entre ellos. Son libres de pensar lo que quieran, no me voy a ofender. La verdad es que no me importaba mucho lo que piensen esos desconocidos. Seguramente para gente normal es raro ver a alguien sentado solo en la playa, con frío, cuando está por anochecer. Y quizás algo de lo que murmuraban era cierto. No los escuché. No lo puedo saber.
El frío era cada vez mayor. No era sólo la arena que estaba fría… ahora el viento corría con más fuerza y menos temperatura. La marea se acercaba, los últimos rayos de sol que alumbraban los edificios más altos ya no estaban y se podía ver la luna casi llena, cada vez más clara.
Pensé en vos. Pensé en vos y en tanta gente más. Mis dedos débiles garabatearon algo en la arena que rápidamente borré porque quizás a tantos kilómetros, podrías leerlo. Pero era verdad. Era lo que sentía. Lo que siento. Lo que quiero que sepas, pero no puedo decírtelo, ni escribírtelo, ni hacértelo saber. No quiero. Tengo miedo. Entendí que realmente no sé qué es lo que quiero.
Sola frente a tan inmensa masa de agua. Frente a tantas vidas sumergidas, a tantas toneladas cristalinas que vemos como azules y verdes; todo tan húmedo. Frente a una isla lejana con un faro sin vida que todavía no había despertado con su luz. Frente a la inmensidad misma, al paraíso, la tranquilidad, el silencio, la soledad que hace bien, que me gusta, que busqué, que encontré. El silencio de la gente, pero tanto ruido de mi alma (no ruido por desorden, sino por la actividad, energía concentrada, emociones, sentimientos) y las olas rompiendo unos metros delante de mis pies. Y con tanto atrás. Pero nunca pensé en lo que tenía atrás. Simplemente era todo “nada” en comparación con la infinidad, ese horizonte inexistente, esa línea que iba del azul al celeste anaranjado. Atrás… edificios, autos, gente, calles, mucho dinero, ruido, enojo, multitudes. ¿Podría acaso comparar las toneladas de cemento que tenía atrás con las de agua delante mío? No, definitivamente.
Cuando la oscuridad era ya bastante como para poder distinguir luces encendidas, un enorme crucero comenzó a hacerse visible a lo lejos. Enorme. Supongo que era enorme, aunque yo lo veía chiquito. Sí, era enorme. Apareció sólo para mostrarme cuan distintas pueden ser las vidas en un mismo momento. Para volver a contradecir el mundo en el que yo estaba, el mundo que había atrás mío, donde la gente ya no pisaba la arena y el mundo allá, arriba de aquel navegante gigante. Estaba sobre el agua, sí. Pero con multitudes encima, con miles de luces encendidas, llamando la atención. Lo menos que encontraría ahí sería, sin duda, silencio.
Y así pasé, quién sabe cuánto tiempo, cuántos minutos, cuántas horas, si es que las hubo. No lo sé exactamente, nadie lo sabe. No llevé reloj precisamente por eso. No sé cuánto tiempo estuve ahí sentada, pero sé que fue el suficiente para renovarme, para darme paz nuevamente, para hacerme respirar aire puro, para pensar, ser yo misma, contemplar tanto, y darme cuenta de más. Para ser feliz. El frío era doloroso, pero era un frío muy acogedor. Si mal no recuerdo, fue la segunda vez en mi vida en que sentí que el frío no era tan malo (la primera fue esquiando). Era un frío digno de disfrutar. Un frío que no me molestaba, que no me hacía mal.
Durante mi estadía en la playa buscando silencio y aislamiento del mundo que me estaba aturdiendo, encegueciendo, llevando consigo, tuve por fin mi tiempo completamente sola con la naturaleza. Mi tiempo. Lo único que quería. Tener tiempo. Y que sea mío. Sólo mío, sin compartirlo con nadie más que con esa persona que vive dentro mío y a la que le hablo cuando tengo ganas de charlar con alguien. Esa persona que es sólo mía, que vive dentro de mí, que me enseña, me hace dar cuenta de muchas cosas, me guía, me aconseja, me protege, me mantiene tranquila, me hace ser lo que soy. Esa persona que soy yo misma, pero a la vez no lo soy. Una parte de mi alma que no soy yo, pero a la vez es sólo mía y sí, es parte de mí. Mi consejera, mi amiga, mi compañera. Ese amigo invisible que nunca tuvo forma humana, que se convirtió en muchas personas, que siempre me acompaña y nunca, pero nunca, pase lo que pase, me va a abandonar.
Cuando sentí que el tiempo fue el suficiente como para lograr lo que buscaba, el frío comenzó a ser más fuerte. No quería abandonar aquel lugar, pero ya no tenía nada más que hacer. La naturaleza es sabia y por algo el frío comenzó a molestarme. La tarea de todo ese paraíso estaba hecha. Le debo mucho a la naturaleza. Entonces cuando mis pies comenzaron a pisar piedritas y palitos nuevamente y de espaldas al mar, un hombre comenzaba a sentir la arena en sus pies, comenzaba a sentir la brisa en su cara, no sentía frío, estaba completamente solo. En un simple intercambio de miradas nos entendimos. Yo no pensé “¿Qué hace este loco sólo aquí?” y sé que el no pensó lo mismo de mí. Los dos buscábamos lo mismo. Yo lo encontré, mi tiempo pasó y ahora le tocaba a él. Le dejé entonces la inmensidad para él, así como yo la había tenido minutos antes. Era su momento de estar solo y no lo iba a interrumpir.
Tranquila entonces, y en completo silencio ingresé nuevamente a mi departamento que no es mío. Que no es de mi familia. ¡Qué distinto sería si fuese mío! Sintiéndome yo nuevamente volví a mis actividades sin comentarle a nadie lo bien que me hizo escaparme un rato. Ese rato. Ese bendito rato.
Foto de las gaviotas volando y el crucero comenzando a aparecer en lo más lejos, antes de encender todas sus luces.
19/01/08
La arena comenzó a tocar mis pies por los costados de las ojotas y cuando no había nada que pueda herirme, ni piedritas, ni palitos en la arena, ni gente, ni ruido de una banda molesta, me saqué mis ojotas, pisé con total libertad y gocé esa arena casi blanca, fría por la ausencia del sol desde hacía unos largos minutos. Arena pura, limpia, a pesar de que la gente se acababa de terminar de retirar de la playa. Caminé un rato por esa superficie movediza, pura, liberadora y escogí al azar un sitio donde sentarme. Y ahí estaba Vale, con nada, pero a la vez con tanto. Con todo lo que quería, lo único que buscaba. Silencio, paz, pensamientos, sentimientos, una mente que se dejaba llevar por las olas, que se movía en dirección del viento, volaba junto con las gaviotas, se enterraba en al arena, removía cada granito y veía una débil luz naranja que todavía provenía del sol. Ella sentada en la arena acompañada por nadie ni nada más que un par de ojotas blancas, una cámara de fotos, y todo un paraíso para ella sola.
Al principio sentí que invadía el hogar de alguien… sentí que las gaviotas se volaban a medida que yo me acercaba, las estaba molestando. No lo sentí. Lo vi. Lo viví. Así fue. Una vez sentada pude contemplar cómo de a poco los menudos animalitos se iban dando cuenta que no era como las miles de personas que invaden su playa todos los días, que no quería hacerles daño, que sólo quería observar la perfección de su vuelo, su timidez al picotear en la arena en busca de algún resto comestible, su increíble equilibrio en dos patas tan flacas y débiles. Esa playa es de ellas. Completamente de ellas. Era de ellas antes que los humanos empecemos a invadirlos encontrando nuevos paraísos donde vacacionar, es de ellas en invierno, cuando nadie las molesta. Sólo ellas aguantan el frío del invierno en el mar. Nosotros sólo vamos cuando nos conviene, cuando el frío no nos carcome, cuando el sol nos deja morenitos, se llena de vendedores de todos los rubros y todos nuestros amigos van a intercambiar palabras sin sentido que seguramente no aportan nada a la existencia de nadie. La playa es de ellas y no es justo que las espantemos, que las echemos de día, que no las dejemos disfrutar lo lindo y sólo les quede la noche fría y ventosa para ellas, las reinas de toda la playa. Los seres humanos somos crueles. Sabemos que las gaviotas nos temen y las invadimos, les robamos el hogar. Entonces a ellas no les queda más remedio que salir de su casa y volver cuando no hay más intrusos. Y contemplé la perfección del vuelo de una gaviota, la timidez con la que picotean en la arena buscando algún resto comestible, el increíble equilibrio en dos patas flacas y débiles.
Una suave brisa movía los granitos de arena a mis pies y como éstos se iban acomodando a voluntad del viento, mis ideas también se movían y se acomodaban. Después de tantas páginas de un libro un poco perturbador y temiendo que pueda alterar algo en mí, busqué la tranquilidad, mi cabeza, mi persona. Una pareja felizmente enamorada pasó delante de mí y ambos me miraron con la cara que supuse que me miraría cualquiera que pasara. Estoy segura que lo que pasó por sus cabezas en ese momento fueron cosas como “Mirá esa loca, ahí sola” “¿Se habrá peleado del novio y viene a recordar momentos sola a la playa?” “¿Qué hará ésta acá?” y si alguno de los dos alguna vez sintió algo relacionado con el arte, del tipo que fuere, quizás haya pensado “Seguramente escribe, o pinta, o algo así y viene a buscar algo de inspiración”. Descubrí qué cierto que esto podía ser. Estando allí sentada, frases de todo tipo y tema afloraban en mi cabeza, salían de la nada. Frases muy elaboradas, dignas de ser anotadas rápidamente para no olvidarlas y luego basar tantas escrituras en ellas… Pero no tenía nada en qué anotar. Salí desnuda de tecnología como para tener el celular cerca, y sin mochila o bolso donde cargar el anotador y la lapicera que siempre me acompañan a todos lados. ¡Qué lindo lugar para buscar (y encontrar) un poco de inspiración! Volviendo a la pareja… Pasaron frente a mí y decidí no mirarlos como para no ponerlos incómodos. Que miren a la loca sola sentada en la arena con toda tranquilidad y piensen lo que quieran. Yo sabía perfectamente por qué estaba ahí, no me arrepentía, y quizás hasta esté un poco loca… ¿Quién sabe? Sé que me miraron. Lo sentí. Me miraron mucho, una y otra vez y caminaron agarrados de la mano y murmurando entre ellos. Son libres de pensar lo que quieran, no me voy a ofender. La verdad es que no me importaba mucho lo que piensen esos desconocidos. Seguramente para gente normal es raro ver a alguien sentado solo en la playa, con frío, cuando está por anochecer. Y quizás algo de lo que murmuraban era cierto. No los escuché. No lo puedo saber.
El frío era cada vez mayor. No era sólo la arena que estaba fría… ahora el viento corría con más fuerza y menos temperatura. La marea se acercaba, los últimos rayos de sol que alumbraban los edificios más altos ya no estaban y se podía ver la luna casi llena, cada vez más clara.
Pensé en vos. Pensé en vos y en tanta gente más. Mis dedos débiles garabatearon algo en la arena que rápidamente borré porque quizás a tantos kilómetros, podrías leerlo. Pero era verdad. Era lo que sentía. Lo que siento. Lo que quiero que sepas, pero no puedo decírtelo, ni escribírtelo, ni hacértelo saber. No quiero. Tengo miedo. Entendí que realmente no sé qué es lo que quiero.
Sola frente a tan inmensa masa de agua. Frente a tantas vidas sumergidas, a tantas toneladas cristalinas que vemos como azules y verdes; todo tan húmedo. Frente a una isla lejana con un faro sin vida que todavía no había despertado con su luz. Frente a la inmensidad misma, al paraíso, la tranquilidad, el silencio, la soledad que hace bien, que me gusta, que busqué, que encontré. El silencio de la gente, pero tanto ruido de mi alma (no ruido por desorden, sino por la actividad, energía concentrada, emociones, sentimientos) y las olas rompiendo unos metros delante de mis pies. Y con tanto atrás. Pero nunca pensé en lo que tenía atrás. Simplemente era todo “nada” en comparación con la infinidad, ese horizonte inexistente, esa línea que iba del azul al celeste anaranjado. Atrás… edificios, autos, gente, calles, mucho dinero, ruido, enojo, multitudes. ¿Podría acaso comparar las toneladas de cemento que tenía atrás con las de agua delante mío? No, definitivamente.
Cuando la oscuridad era ya bastante como para poder distinguir luces encendidas, un enorme crucero comenzó a hacerse visible a lo lejos. Enorme. Supongo que era enorme, aunque yo lo veía chiquito. Sí, era enorme. Apareció sólo para mostrarme cuan distintas pueden ser las vidas en un mismo momento. Para volver a contradecir el mundo en el que yo estaba, el mundo que había atrás mío, donde la gente ya no pisaba la arena y el mundo allá, arriba de aquel navegante gigante. Estaba sobre el agua, sí. Pero con multitudes encima, con miles de luces encendidas, llamando la atención. Lo menos que encontraría ahí sería, sin duda, silencio.
Y así pasé, quién sabe cuánto tiempo, cuántos minutos, cuántas horas, si es que las hubo. No lo sé exactamente, nadie lo sabe. No llevé reloj precisamente por eso. No sé cuánto tiempo estuve ahí sentada, pero sé que fue el suficiente para renovarme, para darme paz nuevamente, para hacerme respirar aire puro, para pensar, ser yo misma, contemplar tanto, y darme cuenta de más. Para ser feliz. El frío era doloroso, pero era un frío muy acogedor. Si mal no recuerdo, fue la segunda vez en mi vida en que sentí que el frío no era tan malo (la primera fue esquiando). Era un frío digno de disfrutar. Un frío que no me molestaba, que no me hacía mal.
Durante mi estadía en la playa buscando silencio y aislamiento del mundo que me estaba aturdiendo, encegueciendo, llevando consigo, tuve por fin mi tiempo completamente sola con la naturaleza. Mi tiempo. Lo único que quería. Tener tiempo. Y que sea mío. Sólo mío, sin compartirlo con nadie más que con esa persona que vive dentro mío y a la que le hablo cuando tengo ganas de charlar con alguien. Esa persona que es sólo mía, que vive dentro de mí, que me enseña, me hace dar cuenta de muchas cosas, me guía, me aconseja, me protege, me mantiene tranquila, me hace ser lo que soy. Esa persona que soy yo misma, pero a la vez no lo soy. Una parte de mi alma que no soy yo, pero a la vez es sólo mía y sí, es parte de mí. Mi consejera, mi amiga, mi compañera. Ese amigo invisible que nunca tuvo forma humana, que se convirtió en muchas personas, que siempre me acompaña y nunca, pero nunca, pase lo que pase, me va a abandonar.
Cuando sentí que el tiempo fue el suficiente como para lograr lo que buscaba, el frío comenzó a ser más fuerte. No quería abandonar aquel lugar, pero ya no tenía nada más que hacer. La naturaleza es sabia y por algo el frío comenzó a molestarme. La tarea de todo ese paraíso estaba hecha. Le debo mucho a la naturaleza. Entonces cuando mis pies comenzaron a pisar piedritas y palitos nuevamente y de espaldas al mar, un hombre comenzaba a sentir la arena en sus pies, comenzaba a sentir la brisa en su cara, no sentía frío, estaba completamente solo. En un simple intercambio de miradas nos entendimos. Yo no pensé “¿Qué hace este loco sólo aquí?” y sé que el no pensó lo mismo de mí. Los dos buscábamos lo mismo. Yo lo encontré, mi tiempo pasó y ahora le tocaba a él. Le dejé entonces la inmensidad para él, así como yo la había tenido minutos antes. Era su momento de estar solo y no lo iba a interrumpir.
Tranquila entonces, y en completo silencio ingresé nuevamente a mi departamento que no es mío. Que no es de mi familia. ¡Qué distinto sería si fuese mío! Sintiéndome yo nuevamente volví a mis actividades sin comentarle a nadie lo bien que me hizo escaparme un rato. Ese rato. Ese bendito rato.
Foto de las gaviotas volando y el crucero comenzando a aparecer en lo más lejos, antes de encender todas sus luces.
19/01/08
2 comentarios:
NUNCA DEJAS DE SORPRENDERME. PENSAR Q HACE UN PAR DE AÑOS SOLO ERAS MI AMIGA, AHORA SOS UNA GRAN ARTISTA, NO TENÉS IDEA COMO ADMIRO TODO (valgase toda redundancia) LO QUE HACÉS. TE QUIERO MUCHO.
JULI ISAS
A veces buscamos inspiración en los grandes autores que le dieron aquél verdadero sentido a la Literatura y creemos, ciertamente o no, que ellos nos aportarán con las herramientas necesarias para hacernos encontrar aquél caminito creativo que andamos vagamente deseando.
La naturaleza nos ha dado tantas virtudes como muchos defectos y creo que una de las grandes problemáticas humanas es que siempre buscamos más allá de nuestras narices cuando simplemente las respuestas están frente de nosotros. Sí es verdad que ir en busca del horizonte nos hace más grandes, pero también es una verdad que mirar de vez en cuando, me atrevería a decir muy de vez en cuando, a nuestro al rededor no nos viene para nada mal.
Encuentro en vos, una chica que solía ser una compañera - campo desconocida para mí - para convertirse en una persona que aprecio y admiro. A alguien que aprendí a quererla con todas aquellas diferencias que nos separaban y que simultaneamente nos unían. Fueron muchos, o tal vez pocos, aquellos días que disfrutamos o quejamos juntas (si, soy media quejoona debo confesar) y aquellos días me dieron un regalo que en aquél momento no supe adorar pero que ahora puedo decir que sí lo adoro y así tal como es.
Siempre que entro a tu fotolog o a tu blog (no te firmo pero todos los días entro) siento esta necesidad de decirte lo que realmente pienso, dedicarte un pequeño párrafo cuyas palabras hablen por sí solas como grandes bocas imposibles de enmudecer. Una que otra vez (la mayor parte de las veces) me digo a mí misma: "Como me gustaría tener el blog que tiene Vale) o "Como me gustaría inspirarme como ella está inspirada". Es envidia pero de esa envidia que desea para el otro que cada día brille como brilla la Vía Lactea.
Uno de mis dolores más grandes en estos momentos es en la oxidación en la que me encuentro porque perdí esa gracia de escribir, de poder hacer del papel un corazón vivo, llenó de luces, sombras, recuerdos, momentos. Extraño el ruido de la lapicera en contacto con la hoja así tanto como extraño la lluvia durante los meses intensos de la sequía tucumana. Hecho de menos poder hacer de mi vida un poema, una historia, un pedazo de literatura mal escrita pero literatura en fín.
Creo que sos la inspiración. Mayor inspiración que muchos grandes autores reconocidos por las mil y un academias. Tal vez sea porque sos mi amiga y porque te quiero con cada gramo de mi alma. Pero encuentro en vos alguien que - a pesar que todos somos únicos - es doblemente única. Podría decirte "no cambies nunca" pero es un cliché bastante mmm cliché.
No quiero ser burda, ni melosa, pero te encuentro en frente de mis narices y sos suficiente como para llenar mis ojos de brillo y mi corazón de orgullo por el simple hecho que puedo decir "Ella es mi amiga".
Simplemente Gracias Vale !
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