Desde lo alto observaba toda la ciudad. Todo era diminuto. Todo estaba a sus pies. Tanta maldad, tanto desprecio, tanta ignorancia, tanto odio, tanto dolor. Todo allá abajo. Y él estaba arriba. Lejos del mundo, lejos de todo, lejos de él, de su alma, de su ser. Todo allá abajo lentamente se movía. Miles de vidas anónimas seguían sus rutinas, seguían otros pasos, trabajaban, hablaban, insultaban, gritaban. Y nadie miraba hacia arriba. Esa nueva perspectiva le permitía verlo todo. Entender cuánto dolor había dejado ahí abajo ahora que se encontraba en este nuevo mundo, elevado de todo, sobre los vapores que se elevan de la ciudad, sobre el vapor del daño, sobre el vapor del sufrimiento, la niebla, el frío, la soledad. Abajo todo se amontonaba, todo se movía, pero no distinguía nada. Todo tenía un tono gris, el mismo tono que había teñido todo desde hacía unos meses ya y no abandonaba la ciudad, su ciudad, su mente. El mismo sentimiento, el mismo dolor, la misma agobiante rutina que poco a poco se llevaba su vida y todos los colores.
Su hija allá abajo, enojada con su padre por cuestiones importantes. Su esposa con ella, dolida, ofendida, discusiones matrimoniales, cerca de un divorcio. Su mejor amigo en ese alboroto de ciudad, distanciados por una cuestión de vida o muerte. Toda una vida entre vapores. Últimamente, una vida gris, muy nublosa, cubierta de penas. Desde lo alto pudo distinguir una plaza verde con árboles muy coloridos, tratando de expresar cierta felicidad. Felicidad de algunos, felicidad de otros. Eso no estaba en sus planes, no figuraba en su cabeza, no era posible. Sin prestarle atención desvió la mirada y se miró hacia adentro. Otra vez un vacío lo dominó; lo acaparó todo, se llevó todo. Un vacío lleno de nada, lleno de tanto. Un vacío lleno de falsas esperanzas, de desencuentros, de tristeza, de soledad, de dolor, de lágrimas que se guardaba y hacía mucho no las dejaba salir. Lágrimas que nunca llegaron a existir físicamente. Lágrimas que llenaban cada vez más su alma, sin dejarle lugar a tantas otras cosas que dicen que el mundo tiene y que son bellas. Lágrimas del espíritu, lágrimas imaginarias, pero existentes. Lágrimas que duelen, pero nunca ruedan por ninguna mejilla. Tanto había dentro de él. Pero a la vez lo que había no era nada. Era todo un vacío que crecía y cada vez producía más vacío.
Levantó la vista. Una nube se corrió dándole lugar al único rayo de sol que alumbraba el lugar, para que lo llamara, para que lo hiciera recapacitar. No le prestó atención. Hacía meses que no veía el sol, que no le significaba nada más que una molestia tras el parabrisas mientras manejaba al trabajo. ¿Por qué aparecería ahora, más que para seguir molestando? Miró hacia abajo nuevamente. Aquel destino desconocido, todo aquello que podría llegar a encontrar, lo atraía. ¿Qué será? ¿Qué vendrá? ¿Qué seguirá? ¿Debo intentarlo? De un lado había cosas nuevas por descubrir… Al otro ya lo conocía por completo (o eso creía) y nada valía la pena. Quizás de aquel lado que quería inspeccionar realmente no hay nada. Una frase se dibujaba en su cabeza: ¿Debería intentarlo?
Cerró los ojos, sintió un leve mareo que lo impulsaba hacia adelante. Todavía no era el momento. Los abrió nuevamente para no arriesgar a algo que se arrepentiría. Hizo dos pasos hacia atrás y vio a su padre golpeándolo porque no había cortado bien el pasto. Luego a su madre tirándole del pelo porque no quería comer aquellas verduras sin sabor que cocinaba la abuela. Vio a su abuela recostada sobre aquella pálida cama rodeada de máquinas, tubos y aparatos ruidosos. Vio a su abuelo borracho sobre el pasto del campo, bajo la sombra de un árbol, rodeado de botellas de vidrio, fumando como nadie. Sintió la decepción al saber que su hijo fumaba. Sintió el dolor al ver a su hija llorar por amor. Sintió la traición al saber que su esposa saldría con sus amigas. Sintió furia al ver un cajón de madera tambaleándose de aquí para allá como si llevara un kilo de papas adentro, bajando sin delicadeza alguna, insertándose en un hueco de tierra y más sabiendo que su padrino estaba adentro. Sintió el dolor, la tristeza. Sintió un vacío. Sintió el deseo de morir.
Escuchó un pájaro cantar. El mismo pajarito que cuando era niño le brindaba tanto placer, esta vez le provocó más rabia… pero trajo aún así, ciertos recuerdos felices; de aquellas lejanas épocas en las que creía ser feliz. Se acordaba de su perro y de la vez que le ensució la remera nueva. Sintió furia. Pero eso pasó y luego se encontraba ante otra situación.
Sobre el vapor de la gente que caminaba apurada para no llegar tarde y la gente que caminaba rápido porque sino se la llevaban por delante, se elevó un aroma a primavera. Pero nada le importó. Hizo un paso adelante, pensándolo de nuevo. La camisa celeste se arrugaba por el viento de tan alto. El color no llamaría mucho la atención desde tales alturas, pero a la vez haría que las manchas rojas resalten. El jean más nuevo estaría con él, así nadie más podría usarlo. El peinado de todos los días ya no era un peinado, sino más bien cabello revuelto al azar por el viento con una pelada que crecía lentamente. Contaría hasta tres. No, mejor hasta cinco.
Buscaba coraje. Lo esperaba. Lo necesitaba. Pero, ¿realmente lo necesitaba? Si no lo tenía, no debía hacerlo… pero quería. Algo lo llamaba desde allá abajo. Contó hasta tres y no se sintió seguro. Dos segundos más y mientras los ojos se le nublaban, hizo otro paso hacia adelante. Sintió que las últimas bocanadas de aire entraban a sus pulmones y lo llenaban de más vacío. El vacío era reemplazado por el vacío. Y no sentía diferencia alguna. Sólo quería liberarse algún día, y tenía la solución. Miró hacia abajo, no sintió miedo. Miró a los costados, nadie había percibido su presencia. Levantó un brazo a cada lado del cuerpo, sintió que el viento lo golpeaba, lo impulsaba, lo hacía perder el equilibrio, lo invitaba a cerrar los ojos y dejarse a la velocidad. Abrió las palmas de sus manos y tomó aire de una forma que nunca lo había hecho, decidiendo que ahora sí, sería su última vez. El aire de toda la ciudad había ingresado en sus pulmones. Con los ojos cerrados, cerró también las manos, apretó con fuerza, se clavó las uñas en las palmas, y sentía que el viento comenzaba a acariciarlo suavemente. Luego la caricia se hizo violenta, sentía como si un avión estuviese pasando al lado de su oído. Sus pies ya no se apoyaban en nada. No quiso abrir los ojos. Sentía miedo. Se dejaba caer tranquilo, sin tener consciencia de la velocidad en la que volvía al vapor de la rutina. Volvía. Bajaba. No dimensionaba. Todo era nada.
Mientras caía libremente sus músculos tan relajados se tornaron tensos. Su cabeza dio un salto. Sus brazos se encogieron. Sus ojos se fruncieron con mucha fuerza. Se dio cuenta que el problema de vida o muerte no era tan significativo, que la relación con su hija podía volver a ser la misma de siempre, que amaba a su esposa, que a su ex amigo lo seguía queriendo como su mejor amigo. Que extrañaba al mundo. Entendió el significado del canto del pájaro, del olor a primavera, de la plaza verde y los árboles coloridos. Podía revertir lo que hicieron sus padres con él y ser completamente distinto con sus hijos. Después de tantos años, quería llorar, sentía ganas de derramar una lágrima con real existencia física. Sabía que el vacío podía llenarse.
Pero para todo esto ya era demasiado tarde. Y ya se sentían miles de voces gritando desesperadas, miles de pies sumándose a la multitud.
Su hija allá abajo, enojada con su padre por cuestiones importantes. Su esposa con ella, dolida, ofendida, discusiones matrimoniales, cerca de un divorcio. Su mejor amigo en ese alboroto de ciudad, distanciados por una cuestión de vida o muerte. Toda una vida entre vapores. Últimamente, una vida gris, muy nublosa, cubierta de penas. Desde lo alto pudo distinguir una plaza verde con árboles muy coloridos, tratando de expresar cierta felicidad. Felicidad de algunos, felicidad de otros. Eso no estaba en sus planes, no figuraba en su cabeza, no era posible. Sin prestarle atención desvió la mirada y se miró hacia adentro. Otra vez un vacío lo dominó; lo acaparó todo, se llevó todo. Un vacío lleno de nada, lleno de tanto. Un vacío lleno de falsas esperanzas, de desencuentros, de tristeza, de soledad, de dolor, de lágrimas que se guardaba y hacía mucho no las dejaba salir. Lágrimas que nunca llegaron a existir físicamente. Lágrimas que llenaban cada vez más su alma, sin dejarle lugar a tantas otras cosas que dicen que el mundo tiene y que son bellas. Lágrimas del espíritu, lágrimas imaginarias, pero existentes. Lágrimas que duelen, pero nunca ruedan por ninguna mejilla. Tanto había dentro de él. Pero a la vez lo que había no era nada. Era todo un vacío que crecía y cada vez producía más vacío.
Levantó la vista. Una nube se corrió dándole lugar al único rayo de sol que alumbraba el lugar, para que lo llamara, para que lo hiciera recapacitar. No le prestó atención. Hacía meses que no veía el sol, que no le significaba nada más que una molestia tras el parabrisas mientras manejaba al trabajo. ¿Por qué aparecería ahora, más que para seguir molestando? Miró hacia abajo nuevamente. Aquel destino desconocido, todo aquello que podría llegar a encontrar, lo atraía. ¿Qué será? ¿Qué vendrá? ¿Qué seguirá? ¿Debo intentarlo? De un lado había cosas nuevas por descubrir… Al otro ya lo conocía por completo (o eso creía) y nada valía la pena. Quizás de aquel lado que quería inspeccionar realmente no hay nada. Una frase se dibujaba en su cabeza: ¿Debería intentarlo?
Cerró los ojos, sintió un leve mareo que lo impulsaba hacia adelante. Todavía no era el momento. Los abrió nuevamente para no arriesgar a algo que se arrepentiría. Hizo dos pasos hacia atrás y vio a su padre golpeándolo porque no había cortado bien el pasto. Luego a su madre tirándole del pelo porque no quería comer aquellas verduras sin sabor que cocinaba la abuela. Vio a su abuela recostada sobre aquella pálida cama rodeada de máquinas, tubos y aparatos ruidosos. Vio a su abuelo borracho sobre el pasto del campo, bajo la sombra de un árbol, rodeado de botellas de vidrio, fumando como nadie. Sintió la decepción al saber que su hijo fumaba. Sintió el dolor al ver a su hija llorar por amor. Sintió la traición al saber que su esposa saldría con sus amigas. Sintió furia al ver un cajón de madera tambaleándose de aquí para allá como si llevara un kilo de papas adentro, bajando sin delicadeza alguna, insertándose en un hueco de tierra y más sabiendo que su padrino estaba adentro. Sintió el dolor, la tristeza. Sintió un vacío. Sintió el deseo de morir.
Escuchó un pájaro cantar. El mismo pajarito que cuando era niño le brindaba tanto placer, esta vez le provocó más rabia… pero trajo aún así, ciertos recuerdos felices; de aquellas lejanas épocas en las que creía ser feliz. Se acordaba de su perro y de la vez que le ensució la remera nueva. Sintió furia. Pero eso pasó y luego se encontraba ante otra situación.
Sobre el vapor de la gente que caminaba apurada para no llegar tarde y la gente que caminaba rápido porque sino se la llevaban por delante, se elevó un aroma a primavera. Pero nada le importó. Hizo un paso adelante, pensándolo de nuevo. La camisa celeste se arrugaba por el viento de tan alto. El color no llamaría mucho la atención desde tales alturas, pero a la vez haría que las manchas rojas resalten. El jean más nuevo estaría con él, así nadie más podría usarlo. El peinado de todos los días ya no era un peinado, sino más bien cabello revuelto al azar por el viento con una pelada que crecía lentamente. Contaría hasta tres. No, mejor hasta cinco.
Buscaba coraje. Lo esperaba. Lo necesitaba. Pero, ¿realmente lo necesitaba? Si no lo tenía, no debía hacerlo… pero quería. Algo lo llamaba desde allá abajo. Contó hasta tres y no se sintió seguro. Dos segundos más y mientras los ojos se le nublaban, hizo otro paso hacia adelante. Sintió que las últimas bocanadas de aire entraban a sus pulmones y lo llenaban de más vacío. El vacío era reemplazado por el vacío. Y no sentía diferencia alguna. Sólo quería liberarse algún día, y tenía la solución. Miró hacia abajo, no sintió miedo. Miró a los costados, nadie había percibido su presencia. Levantó un brazo a cada lado del cuerpo, sintió que el viento lo golpeaba, lo impulsaba, lo hacía perder el equilibrio, lo invitaba a cerrar los ojos y dejarse a la velocidad. Abrió las palmas de sus manos y tomó aire de una forma que nunca lo había hecho, decidiendo que ahora sí, sería su última vez. El aire de toda la ciudad había ingresado en sus pulmones. Con los ojos cerrados, cerró también las manos, apretó con fuerza, se clavó las uñas en las palmas, y sentía que el viento comenzaba a acariciarlo suavemente. Luego la caricia se hizo violenta, sentía como si un avión estuviese pasando al lado de su oído. Sus pies ya no se apoyaban en nada. No quiso abrir los ojos. Sentía miedo. Se dejaba caer tranquilo, sin tener consciencia de la velocidad en la que volvía al vapor de la rutina. Volvía. Bajaba. No dimensionaba. Todo era nada.
Mientras caía libremente sus músculos tan relajados se tornaron tensos. Su cabeza dio un salto. Sus brazos se encogieron. Sus ojos se fruncieron con mucha fuerza. Se dio cuenta que el problema de vida o muerte no era tan significativo, que la relación con su hija podía volver a ser la misma de siempre, que amaba a su esposa, que a su ex amigo lo seguía queriendo como su mejor amigo. Que extrañaba al mundo. Entendió el significado del canto del pájaro, del olor a primavera, de la plaza verde y los árboles coloridos. Podía revertir lo que hicieron sus padres con él y ser completamente distinto con sus hijos. Después de tantos años, quería llorar, sentía ganas de derramar una lágrima con real existencia física. Sabía que el vacío podía llenarse.
Pero para todo esto ya era demasiado tarde. Y ya se sentían miles de voces gritando desesperadas, miles de pies sumándose a la multitud.
Dibujo hecho por mí a lápiz.
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