Aprendí a jugar, sabiendo que es mejor que no me importe lo
que digan de mí; no voy a distraer mi tiempo en eso a esta altura. Que es mejor
decir lo que se siente y sólo callar lo que pueda lastimar al otro sin ninguna
necesidad. Me di cuenta que es mejor caminar con los ojos bien abiertos y
atenta, no vaya a ser que me pierda algún arcoíris o una luna anaranjada. Que es mejor seguir, siempre mirando hacia
adelante, por momentos más rápido, en otros más lento, pero ya no buscar el milagro
que el pasado pueda haberme regalado. No hay nada allá atrás, en este juego no
se retrocede y tampoco quiero perder mi turno. Yo tiro el dado de nuevo.
Aprendí que es mejor, muchísimo mejor, el pecho ancho y la
espalda recta. La cabeza firme y el cuerpo sano. Que los abrazos salvan vidas y
que nunca estamos tan solos. Que es mejor no estarlo. Que la sonrisa nunca se
desdibuja, y si se esconde por un rato, que pronto vuelve, mucho más fuerte y
sonora que antes. Y así debe ser. Porque así los pasos son más firmes y las
huellas más claras.
Entendí que el frío no es tan frío si tengo algo en lo que
crecer. Que la música tiene que llegar al alma y hacer llorar. Que no hay
lágrimas en vano y ningún segundo de nuestra vida fue desperdiciado. Que cada
pequeñez suma y que a cada instante decidimos y creamos nuestro futuro, nuestra
vida, nuestro propio juego.
Que somos nosotros mismos los que le damos forma a nuestro
universo de plastilina, elegimos los colores, y si queremos, los más osados,
hasta le ponemos brillantina. Para jugar como queremos, para seguir jugando a
nuestro modo. Para seguir creciendo, cambiando, y sonriendo.