Tiene ojos azules. Nunca nos hemos medido, pero creo que tenemos la misma altura. Tiene cabello negro, un lacio que nunca es perfecto, y llega hasta sus hombros. Hombros pequeños, pecas, una boca que nunca está pintada... y ojos azules.
Yo la miraba desde el escalón de mi casa. Estaba sentada, con mi gato enroscado entre mis delgadas piernas, acariciándole el cuello mientras éste ronroneaba. Ella y sus ojos azules estaban dentro de un auto estacionado a unos metros de mi hogar. No me vio. Nunca se dio cuenta que yo la observaba.
Esperaba a alguien, deduje. Miraba seria por la ventanilla con una mano sobre el volante. Encendió el auto sin mover su cabeza ni desviar su mirada. Vi el ligero movimiento del hombro moviendo la palanca de cambios y el auto rojo empezó a hacer marcha atrás lenta, muy lentamente. De repente y con un movimiento brusco colocó la mano derecha detrás del asiento del acompañante, vacío, giró la cabeza mirando a través del parabrisas trasero y la marcha atrás fue a tal velocidad que me asusté, y pensé que iba a chocar al auto que estaba detrás. Se detuvo justo a pocos centímetros de éste. Entonces giró su cabeza y clavó sus ojos azules en los míos.
Si no hubiese tenido esa actitud extraña, o ese gesto tan de otro mundo en su mirada, me hubiera parado al instante, con una enorme sonrisa, contenta de volver a verla, y la hubiese saludado. Pero sus ojos penetraban mis pupilas, las quemaban, llegaban a mi nuca y me prendían fuego los pensamientos. No sentía nada. Me había devorado toda emoción, toda sensación. Me había destrozado cada neurona, carcomido cada rincón.
Sentí que mi gato también estaba paralizado. La miraba fijamente, cual compitiendo por quién tiene ojos más azules y todo su pelaje estaba erizado. Hizo un ademán de enfrentarla, desenfundó las uñas, tomó impulso, pero volvió a quedarse quieto. Sólo la miraba. Yo estaba segura que a él también le ardía la nuca.
La miré varios segundos, manteniendo el túnel de pupilas inmensas, tratando de unir dos conceptos y formar una idea. No podía. Tampoco podía desviar mis ojos. Seguía absorta en su rostro cuando de repente esas dos enormes bolas azules empezaron a girar descontroladas. Hacia un lado, hacia el otro, a mucha velocidad. Abrió su boca. Susurró algo que con mucho esfuerzo y recién después, cuando estuve calma, logré interpretar: “Estoy enferma” leí en sus labios. Cerró la boca. Cerró los ojos. Colocó primera y salió en su auto rojo a altísima velocidad, esquivando a un perro que descansaba en medio de la calle desierta.
Cerré mis ojos. Respiré profundamente. Mi gato saltó a mi falda y se hizo una sola bola de pelos, temblando, entre mis manos. Suspiré agobiada, con la vista y el cuerpo cansados. Me dolía la cabeza. Cerré mis ojos y respiré lenta y profundamente.