jueves, 20 de mayo de 2010

Entre su vida y la mía

Hoy he vuelto a rondar por aquí. He vuelto, como volví tantas veces, pero con otra experiencia en mi espalda. He vuelto y lo he buscado a él. Al viejo, al señor de anteojos que miraba tras aquel vidrio nunca del todo limpio. Durante el frío, durante el calor, su mirada se perdía del otro lado del cristal. Seguía el paso de las señoritas que hacían ruido con sus tacos. Y sonreía. Seguía el andar de los atareados muchachos trajeados. Y sonreía. Seguía las polleras cortas, los jeans anchos y las zapatillas. Y sonreía. Seguía el giro de las ruedas de las bicicletas, de las motos y los autos. Y sonreía. Seguía a todos y cada uno de los niños. De la mano de sus madres, entre amigos, con una muñeca, un tractor o una pelota. Y sonreía.

Alguna vez llegué a pensar que el hombre estaba atado de alguna manera extraña al suelo, o a una silla. ¿Será un prisionero? ¿Un asesino? ¿El mismísimo hombre de la bolsa? Más de una vez me asusté al toparme con sus grandes ojos, detrás de sus lentes, detrás del vidrio, pero bastaba con que asome su sonrisa para sentir el deseo de correr a abrazarlo. De colgarme en sus piernas, darle un beso y pedirle un cuento. Hasta tal vez, llamarlo abuelo.

Hoy he vuelto, después de varios años, con la nostalgia entre los ojos y un cuerpo de grande. He vuelto y he distinguido con mucha rapidez aquel vidrio, todavía un poco sucio. Me pregunté por el viejo, por sus tardes, sus anteojos, su sonrisa. Me acerqué al vidrio.

Me di cuenta de la ventaja de los años, y con varios centímetros más, pude ver desde otra perspectiva al viejo, todavía ahí. Sus anteojos intactos, su mirada perdida en algún transeúnte, entre tacos, polleras o trajes. El mismo rostro, pero escondido detrás de muchas más arrugas que las que tenía antes. El mismo viejo. Las mismas mañas. Descendí un poco la mirada (ahora que mi altura me lo permitía) y lo vi. Vi la razón de su mirada perdida, de su sonrisa melancólica, de su siempre detrás-del-vidrio. Una mano sobre la otra, ambas sobre su regazo, enraizado. Como piernas tenía dos ruedas. Estaba encorvado, hundido sobre una silla. Y sonreía. Con cada auto, con cada señora, con cada muchacho. Con cada niño sonreía. Después de tantos años, aún sonreía.

5 comentarios:

Alfonsina dijo...

Realmente nostálgico, pero inspira fuerzas para seguir sonriendo siempre, a pesar de todo.

Mariana dijo...

Fuerte la ironía final. Este texto me dispara cosas demasiado personales y me las guardo para mí por ahora. Se agradece el envión.

Anónimo dijo...

Pequeños detalles que encontramos en nuestros regresos, que solo nosotros podemos ver y no queremos que cambien. Porque al regresar uno siempre es un niño.

Al leer me emocioné muchísimo y recordé ventanas con abuelos que ya no están.

Gracias.

oveja y negra dijo...

Concuerdo con Mariana respecto a lo irónico del final. Es como si pensaras que no tiene muchos motivos para sonreir e igual lo hace?Saludos Vale.

Val dijo...

Sí que los tiene. Yo también soy de sonreir con sólo mirar a alguien que pasa caminando al frente mío. Y no porque algo me de gracia, sino porque me generan un no-sé-qué que me infla el pecho, me llena.