domingo, 22 de febrero de 2009

Dos pulseras y una plaza

Era nuestra tercera salida juntas. Nuestra tercera tarde de mates dulces en la plaza de la ciudad. Sabía poco de vos, pero estaba segura que era lo suficiente como para contarte cualquier cosa que cruzara por mi mente, para confiarte lo que sea, para saber que teníamos años por delante. No hubiésemos podido imaginar jamás cuántas tardes de mates nos quedaban, cuántas charlas, cuántos abrazos y cuántas cosas por compartir nos esperaban.

La primera salida juntas la recuerdo como aquella vez que nos presentaron, pudimos conocernos y antes de saludarnos sabíamos que nos íbamos a llevar bien. Todos se fueron y no tuvimos problema de quedarnos a compartir un par de mates más, sentadas en el borde de cemento que rodea aquel árbol de raíces gordas. Mi timidez se ocultó y tu silencio no apareció. Hablamos de lo que sólo con pocas personas habíamos hablado y ya éramos amigas.

La segunda salida la recuerdo como aquella primera vez que hablamos por teléfono y decidimos salir solas. No había excusas para llevar aquellos amigos en común si ya éramos amigas. Fue otra tarde en la plaza, pero esta vez sentadas en un banco blanco. La tarde se pasó entre mates, charlas, sonrisas y coincidencias.

La tercera vez que salimos fue de nuevo a la misma plaza, pero esta vez sentadas en el césped, a la sombra del gomero más grande de la ciudad. Fue ese día cuando, entre risas y bromas, inconcientemente nos atamos de por vida. Nos unimos para siempre, nos juntamos para no alejarnos nunca más.

Aquel artesano de trenzas hasta los hombros, un bolso multicolor y un pantalón a rayas visitaba la plaza de vez en cuando ofreciendo a buen precio sus collares, pulseras y anillos. Siempre contaba que los realizaba él mismo y con la técnica que había aprendido en el norte, allá de dónde él venía. Eran cosas muy interesantes las que hacía, de todos los tamaños y colores. Ese día nos ofreció, con toda la simpatía que lo caracterizaba, sus nuevos modelos en hilo de dos colores. Iniciamos una divertida charla con el artesano, y terminó vendiéndonos dos pulseras iguales.

Mientras se iba el vendedor hacia otro grupo de chicos, terminamos el mate dulce inventándole poderes reales o imaginarios, de superhéroes, dioses o musas a las pulseras de hilo marrón y blanco. Concluimos que serían las pulseras de la amistad. Nos mantendrían unidas aunque estemos lejos, nos recordarían una a la otra, nos traerían a la mente todos los buenos momentos vividos juntas, y si eran tan mágicas cómo habíamos dicho, nos ayudarían en los momentos difíciles, nos susurrarían respuestas, y nos harían compañía.

Estando seguras y sabiendo que las pulseras estaban destinadas a permanecer mucho, mucho tiempo en nuestras muñecas, cada una le ató una pulsera a la otra con tres nudos para que nunca se salga. Un nudo por cada salida que llevábamos. Así el gomero más grande de la ciudad fue testigo de nuestro juramento de amistad y sonreía balanceando sus grandes ramas lentamente sobre nuestras cabezas.

Con ese par de pulseras que nos vendió aquel artesano de trenzas, nos encadenamos mutuamente para no dejarnos ir nunca más. Sabíamos que nos necesitaríamos, que teníamos mucho para compartir y toda una vida para vivir acompañándonos en nuestros caminos separados, y a la vez, formando un camino juntas.

Ph: una plaza cuyo nombre no recuerdo, frente a la estación Retiro, Buenos Aires

2 comentarios:

Francisco Méndez S. dijo...

que bella historia

Saludos

Rolando Escaró dijo...

que historia tan enternecedora.la amistad es un tesoro invaluable,pero lo verdaderamente trascendente es la capacidad de poder reconocerla como tal.