lunes, 23 de julio de 2012

Estoy llena de aire

Estoy inflada, redonda, llena de aire. Como en el juego que jugábamos cuando éramos niños: “¿qué tengo acá adentro?” preguntaba uno tapando una lata o un vaso, pretendiendo que lo que había adentro no se escape. “Nada” respondía el otro. Entonces venía el papel del ganador, que ya sabía cómo retrucar: “¿Cómo que nada? ¡Tengo aire!”. Así, así mismo. No tengo nada adentro. Nada más que aire. Estoy inflada, redonda, llena de aire. Y ni siquiera puedo volar como un globo, ni siquiera eso. Estoy llena de nada. Tengo aire que ocupa espacio y no deja que entren otras cosas más lindas. Quiero menos aire y más sonrisas, una luciérnaga, un pedacito de arcoíris. Quiero menos aire y aunque sea un poquito de amor, del tipo que sea, tampoco voy a ponerme tan exigente. Que hay una ventaja, a eso ya lo sé, no hace falta que me lo digan: así soy liviana y no me quejo cuando me subo a una balanza. Sí, sé que es lo que tantos quieren, pero ¿de qué me sirve ser liviana si igual no voy a poder volar, no voy a saber despegar, y ni siquiera voy a animarme a dar un salto como para ver si planeo? ¿De qué me sirve si igual no hay toboganes por los que deslizarme, ni bajadas en las que tomar velocidad, ni canción que eleve mi nombre? ¿De qué me sirve, si faltan tantas otras cosas? Quiero menos aire y más miradas, más aromas, algún beso suave. Quiero menos aire y más sustancia, más tripas, más valentía, más corazón.

viernes, 13 de julio de 2012

Una luz anaranjada y peluda

Ella, el brillo que venía a llenarme de magia, a inundarme la casa de ternura, a darme una razón para volver. Ella, la de los ojos más hermosos, la más suave, la más perfecta. Cuatro patitas que saltaban con alegría al verme, que salpicaban huellitas de leche por todos lados, que se metían dentro de una zapatilla y ahí se quedaban dormidas. Un cascabel que me perseguía y me pedía con su alegre tintinear que no me fuera, que no la abandonara. Ese par de ojitos verdosos, brillosos, tristes, me pedían ayuda, y a la vez me pedían perdón. Ella sabía, ella lo sentía, ella lo absorbía. Mi pequeña de uñas filosas que tan bien trepaban la pierna que se le aparecía en el camino. Los raspones que habré tenido por su culpa, por su inmensa demostración de cariño, por su búsqueda de calor. Todavía puedo verla acobardada en aquel nuevo y oscuro espacio, escondida entre mis libros, observándome en silencio. Ella, la inapetente, la friolenta, la temblorosa. Mi pequeña a la que tan pocas veces pude oír ronronear. La más dulce, la más suave, la más dispuesta a hacerme sonreír. Y sí que lo hizo.

Ella, la experta olfateadora (y seguramente fanática) del chocolate y el queso rallado. La observadora, la pequeña aprendiz. La de los bigotes atentos y la orejita con la mancha blanca. Mi Peter Pan que no quiso crecer, a la que este mundo tan gris asfixió y no se lo permitió.

No pudimos hacernos fuertes, no pudimos correr en la plaza, ni andar juntas en bicicleta. No pudo jugar con el ovillo de lana verde, ni saltar desde el sillón al piso. Pero yo sé que hoy está más grande, que no se le notan tanto las costillas y que está corriendo y saltando en algún césped muy verde, o en alguna nube esponjosa. Que es libre, mucho más libre de lo que acá podría haber llegado a ser.

Fue tan poco el tiempo que pudimos compartir que casi creo que ha sido un sueño. El sueño más esperanzador, más alegre, y a la vez más triste y devastador que pude haber vivido. Un sueño o una pesadilla más entre todas las que estuve viviendo.

lunes, 9 de julio de 2012

Esto que no entiendo

No sé qué es lo que me pasa, o qué es lo que llevo adentro, pero hace meses algo no anda bien bajo estos cabellos despeinados, algo extraño me habita y no sé cómo llegó, ni cuándo. Alguien me habla, me llama, me dice cosas con las voces de mis conocidos, de mis difuntos o hasta de desconocidos. Combina palabras que mi razón nunca se hubiera animado a poner en una misma frase, y otras veces suena un poco más coherente. Trato de no detenerme en ellas, suelo hacer de cuenta que no escucho, pero cada vez que pienso o decido analizar alguna de esas ideas que parecen estar tiradas al azar, encuentro mensajes tremendamente ásperos y crueles que me golpean y me escarban las heridas que yo creía que ya estaban secándose.

Las luces a mi alrededor cambian su potencia y nadie más que yo lo nota. En un pestañeo todo se vuelve rojo, o verde, o azul, donde casi no distingo un objeto de otro, y cuando vuelvo a abrir los ojos, la silla ha vuelto a ser negra y el pasto verde-amarillento. Se me encienden luces que no existen a ambos costados de mi cuerpo. A veces son simples puntos, y otras son trazados garabateados por un niño o por un viejo. Y son de colores, como las luces de neón. Siempre hay algún flash que se desata sin que nadie lo dispare, y nadie más que yo lo nota.

Camino sin mirar el suelo y así me tropiezo bastante seguido con raíces y baldosas sueltas. Estiro mis piernas para saltar el charco al lado de la vereda, pero el salto termina siendo mucho más corto de lo que calculé y de lo que antes podía saltar. Me pregunto qué me estará pasando, si me estaré encogiendo, o si el frío habrá entumecido mis músculos.

Escucho que me llaman, pero al darme vuelta, no hay nadie mirándome. Siento que me miran, pero cuando permito el contacto visual, la gente se me escapa. Siento que voy a destiempo, siempre voy a destiempo. A veces los cuerpos caminan demasiado rápido, hablan, gritan, se ríen a carcajadas y yo me aturdo, me hago chiquita, de verdad, las piernas se me encojen, y todos pasan a mi lado a velocidades atroces que no entiendo, que no puedo seguir ni con la mirada. No entiendo, no entiendo nada.

Me subo a los colectivos sin haberme fijado antes el cartel que indica a dónde se dirigen. Deambulo por las góndolas del súper leyendo el nombre de cada producto y analizando conceptos de diseño, pero no siempre me acuerdo de comprar lo que necesito. Me paso el día abriendo puertas porque sí, pero no puedo dormir si mi puerta queda abierta. A veces, al cerrar los ojos, sigo viendo lo que tengo delante. Me olvido las llaves al salir, y me choco con algún mueble al entrar. Se me duerme una mano, y tengo un talón que cada tanto me da pinchazos. Las perspectivas se me mueven, las luces avanzan muy rápido y luego muy lento, los edificios se hacen más altos si los sigo mirando y las calles se desplazan hacia los costados. Es como si el mundo jugara conmigo y se me burlara.

De verdad que cambian los colores de las cosas. Yo no miento cuando digo que se encienden luces que nadie más ve. Escucho voces, cada vez más seguido escucho voces que me dan mensajes, que me llaman, o que hablan entre ellos como si yo ya no existiera. Ya no me asustan, pero sí empiezan a molestarme.