Han sido muchos los minutos que han atravesado el ambiente. Cada uno a lento ritmo y en el mayor silencio posible. Queriendo pasar desapercibidos, pero sin darse cuenta que en ese intento, más podíamos notarlos. Y maldecirlos. Y preocuparnos. Y detestarlos. Y retorcernos. De nervios. De miedo.
Hasta que por fin nuestro apellido se escuchó al fondo de un pasillo. Nuestro apellido y una débil sonrisa. Y ella ante nuestros ojos. Ella, la misma de siempre, pero como nunca. Ella, inerte sobre esa cama con cuatro ruedas y un tubito transparente suministrándola de quién sabe qué partículas minúsculas. El chirrido de las ruedas entre pasillos, rampas, y ojos curiosos. Ella, tan quieta y tan callada, como nunca. Su rostro tan liso, tan suave y aun en esa circunstancia, el rimel intacto en sus pestañas. Ella, en ropas azules y con una sábana hasta el pecho. Ella.
Siguió una habitación de un blanco casi amarillento. De pálidas sábanas azules y almohadas que nunca son lo suficientemente cómodas. Dos camas, una silla, una mesa con rueditas, una lamparita sin foco, y una ventana alta y cerrada. Más silencio, entre ojos que miraban atentos por momentos y tan distantes en otros. Ojos que deseaban no encontrarse en ninguno de sus viajes arbitrarios por la habitación. Silencio. Tensión. Lo único que se movía era la gota continua dentro de ese contenedor plástico que va a parar a alguna vena. Y generaba un ritmo. Un ritmo constante, al que mi corazón siguió. El ritmo que tomaron mis pensamientos y preocupaciones, y al que sonó la canción atascada en mi cabeza.
Y tu abrazo todavía en mis brazos. Mi cabeza todavía en tu hombro. Tan corto, pero tan necesario. Ahí era donde me quería quedar, pero algo empezaba a molestar en mi garganta y mis ojos empezaban a brillar. Y quería quedarme en tu hombro, con mi nariz rozando tu cuello para siempre, pero alguien me necesitaba, me esperaba, y no era el momento para cristales que ruedan salados. Y tuve que soltarte, aunque era lo que menos quería. Tuve que alejarme sin que sepas que te llevaba conmigo a donde yo iba. Y acá estás todavía, y yo sigo en tu hombro. Era lo que más necesitaba, y pude tenerlo. Y acá te tengo. Pero cuando mi garganta empieza a molestar de nuevo, mis ojos comienzan a vidriarse, mi pecho a estremecerse y a hacerse chiquitito, tengo que alejarme un rato. Pensar en otra cosa, mirar el sol que hay detrás de esa persiana. Sabiendo que estás allá afuera mientras yo espero en silencio. Preocupada, espero. Con miedo, espero. Con esperanzas, todavía espero.